La pérdida de un ser querido con el que se mantenía una relación esencial es una experiencia especialmente dolorosa que va a exigir un esfuerzo intenso y continuado para afrontarla y, poco a poco, superarla.
Es una experiencia inédita, desconocida, para la que el ser humano no está preparado. Cuando acaece el momento del fallecimiento las sensaciones de incredulidad y pena profunda se entremezclan creando un estado de ánimo de gran tristeza.
Estos momentos iniciales deben afrontarse sin luchar contra las emociones y sentimientos que inevitablemente sobrevienen. No es el momento de “no permitirse” sufrir. Por el contrario es el momento de sentir en toda su intensidad cada emoción, cada sentimiento que se produzca de manera que el propio llanto se exprese con toda su intensidad.
Los propios actos de despedida (velatorio, funeral, entierro) forman parte del proceso de pérdida y de inicio del Duelo y deben ser experimentados y sentidos con la máxima conciencia y cercanía.
En los días posteriores, inmediatos a la despedida, los pensamientos asaltan al doliente, le invaden y ocupan su mente creando un estado de ánimo de profunda pena.
Esos pensamientos y ese estado de ánimo deben respetarse y darle espacio de manera que se expresen de forma natural. Asumir esta realidad mental y emocional muy cercana a la despedida facilitará que poco a poco, sin un plazo establecido, el ánimo vaya serenándose y el doliente vaya encontrando fuerzas y motivación para continuar con su vida reintegrándose progresiva y muy lentamente a una relativa normalidad.
Uno de los miedos más frecuentes durante estas fases iniciales de todo duelo es el de que esa relativa normalidad suponga un “olvido” de la persona querida. Ese miedo, esa sensación de “no querer olvidar” frena el avance personal en el proceso de duelo porque se considera que normalizar la vida supone de alguna manera un “abandono” de la persona querida.
En absoluto “normalizar progresivamente la vida” supone “olvidar” al ser querido. “Normalizar progresivamente la vida” supone situar a la persona querida ausente en el lugar que le corresponde en la vida del doliente, es decir, sentir su apoyo en todo cuanto hace y mantener con él una relación íntima irremplazable por ninguna “normalidad”.